Metamorfosis en el círculo hermético: Apuntes de la amistad entre Hermann Hesse y Miguel Serrano, por Fray Draco*
La pasión suscitada por la lectura del Demian de Hermann Hesse provocó, en el ese entonces joven escritor chileno Miguel Serrano, la ineluctable idea, manifestada en su alma casi como un deber vital, de cruzar el gran charco para visitar a aquel ilustre escritor que con sus literatura mágica y reveladora desencadenaba eximios y profundos sentimientos en jóvenes soñadores e idealistas en busca de lo sublime, tal como él lo fue, y como muchos más lo son aún en nuestros días sobreviviendo a tanto tráfago de futilidad y superficialidad.
Con el bolso en el hombro y su único libro publicado bajo el brazo, Serrano visitó la soledad de Hesse quien recluido voluntariamente en las montañas suizas buscaba en sus últimos años la soledad acogedora de la naturaleza, que según él mismo decía: “le permitía escuchar la voz de Dios”. Cuenta Serrano que Hesse para espantar a los visitantes incómodos, tal como él podía serlo en aquel momento, tenía tallado sobre la puerta de entrada un viejo poema chino que decía: “Cuando uno ha llegado a viejo y ha cumplido su misión, tiene derecho a enfrentarse apaciblemente con la idea de la muerte./ No necesita de los hombres. Los conoce y sabe bastante de ellos. Lo que necesita es paz./ No está bien visitar a este hombre, hablarle, hacerle sufrir con banalidades. Es menester pasar de largo delante de las puertas de su casa, como si nadie viviera en ella”. A pesar de aquella advertencia Serrano se presentó ante el escritor y con su fulgurante personalidad logró conmoverlo ofreciéndole una amistad que se extendería hasta la muerte del propio premio Nobel.
Miguel Serrano, el escritor místico seguidor de las controvertidas teorías nazi esotéricas y amante del simbolismo junguiano (quien también fuera su amigo y protector), según relata él mismo en su libro “El círculo hermético”(que trata justamente sobre su amistad con Hesse y Jung), halló en el viejo escritor alemán a su propio Demian, quien digno y noble, a la altura de las fantasías manadas de su pluma, tuvo la sabiduría y paciencia de enseñarle al joven chileno en apacibles conversaciones, tal como alguna vez lo hizo el personaje del libro con su amigo Sinclair, que aquel Demian surgido de su imaginario literario, no es ni el amigo ni el maestro que llega a nosotros desde afuera, sino que como bien escribe el mismo Serrano: “Demian está dentro de nosotros…pues Demian es el mismo Sinclair, su yo profundo, el héroe arquetípico existente al fondo de nosotros mismos”. Por eso cobran tanta relevancia las palabras del mismo Demian, las cuales resuenan como un eco profundo manado de una fuente diáfana, cuando al visitar al joven Sinclair herido en el hospital le susurra: “Oye, mi pequeño, si alguna vez me necesitas, ya no volveré más toscamente, a caballo o en tren. Me encontrarás dentro de ti mismo”.
En el cuento titulado “La metamorfosis de Piktor”, el cual Hermann Hesse dedicara al mismo Serrano el día de la última visita de este al escritor alemán, se narra la historia del joven Piktor quien visita un día el paraíso, lugar encantado en donde todas las cosas se transforman y nunca cesan de cambiar sus formas. Edén donde aves se transmutan en flores, fieras en piedras preciosas y árboles en cocodrilos que nadan. “La mayoría de las cosas se transforman en la corriente hechizada de la metamorfosis” escribe Hesse. Pero lamentablemente el pobre Piktor, engañado por una serpiente, deseó ser sólo un árbol añoso y recio, olvidando mutar para abandonar la infausta cárcel de las formas. Y cumplido su deseo fue triste, rodeado de seres cambiantes. Así pasaron los años hasta que una niña se cobijó en su sombra y deseó ser rama de el mismo árbol triste llamado Piktor, quien al escuchar el deseo de la muchacha sintió estremecer hasta el último pedazo de su ser. Piktor, ahora complementado con el principio femenino, dejó de ser una mitad para abarcar el completo, la plenitud. “Se había transformado alcanzando la verdad en la eterna metamorfosis… Para siempre deslizose la corriente hechizada de la Creación, tomando así parte, eternamente, en la creación que a cada instante se renueva” escribía Hesse a modo de conclusión de su metafórico cuento.
Recuerda Serrano que Hesse alguna vez le dijo: “Hay que dejarse llevar como las “nubes blancas”… No hay que resistir. Dios está allí, en ese desgarrado destino, tanto como en estos montes y en aquel lago”.
Ambos escritores, uno más joven, el otro más viejo, uno ávido de conocimientos y aventuras y el otro reposado y sabio, Narciso y Goldmundo, Sidharta y Govinda, Demian y Sinclair…dos opuestos o más bien las partes de un todo completo y uniforme que sólo muestra su verdad en la eterna plenitud que descorre el velo ilusorio de las formas, de Maya, y que comprende la importancia de ser sólo una gota en un océano insondable, porque esa gota comprende a su vez toda la inmensidad de aquel mismo vasto océano.
Quizás la amistad de Hesse y Serrano fue un rico símbolo de lo que ambos, convencidos de sus propias verdades, predicaron en su literatura a través de los años cada uno con su estilo singular. Serrano escribió un día: “Nuestra amistad no fue, por cierto, literaria, sino mágica, sin edad, sin tiempo; un encuentro en medio del río eterno de las cosas”. Bendito entonces aquellos que sienten poder forjar su propio círculo hermético a lo largo de existencias hambrientas de infinito, en la pródiga inconmensurabilidad de la naturaleza, en su acogedora soledad, en su cálido silencio.
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