Malala, si Sor Juana Inés de la Cruz te escribiera una carta seguramente te diría…* Por Fray Draco
Excelentísima y estimada jovencita,
Admirada y conmovida me siento al venir a conocimiento de su historia de amor irrenunciable por la educación y el conocimiento, pródiga de estoica constancia y valiente talante ante el veto inicuo dictado por ciertos hombres, que por sólo serlo piensan que son sabios, y le han dañado cobardemente. Predicadores se dicen de la sabiduría del Altísimo, mientras creen erróneamente adentrarse en su infinito entendimiento y actúan feroces como espada de su justicia, pero poner espada en manos del furioso, que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en sus manos es muerte suya y de muchos. La han herido los perros de presa de los censores foscos y de los implacables acusadores, quienes juzgando desde su propia barbarie atribuyen barbaridad a quien sólo saber anhela. Su ambición de sí tanto les enajena, que con vil temor ciego no advierten, que cargan sobre si la infausta suerte, de quien al justo sentencia a injusta pena.
Acusan estos que el estudio a la mujer daña, sin embargo, no hay cosa más libre que el entendimiento humano; pues lo que Dios no violenta, porque ellos han de violentarlo. Lastimosamente es repetida noticia que feliz es la ignorancia del que, indoctamente sabio, halla de lo que padece, en lo que ignora. Las letras y palabras de los espesos textos de los que dicen ser expertos se les tuercen ante sus ojos obstruyéndoseles el entendimiento, con lo mismo que había de alimentarse. A ellos les cae lo que dijera Salomón: Quoniam malevolam animam non introibit sapientia.
Siglos atrás también yo tuve por difícil caso el acceso al saber y el conocimiento. Le cuento a usted que a la edad de tres años aprendí a leer engañando a la muy fiada profesora de mi hermana mayor, convenciéndole que nuestra madre a mi aprendizaje consentía, siendo cosa no sincera, venturosamente aquella inocente farsa movida por mi hambre de cultura no trajo mayor perjuicio a quien censurase por temor a la opinión el que yo aprendiese a leer a edad tan tierna. Y me apremiaba bastante en aprender aunque en aquellos tiempos no estudiaba para escribir , ni menos para enseñar, sino sólo para ver si con estudiar ignoraba menos. Tanto era mi amor por el estudio que me obligaba a mi misma a memorizar un tema cualquiera constriñéndome a sacrificar la propia vanidad, que toda muchacha de natural busca, hasta que la lección de memoria no aprendiese. Le explico, en las muchachas de tan florida juventud (como la que usted misma goza) es apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta donde llegase antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. El pelo crecía a prisa y yo aprendía despacio, pero insistía pues no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.
Sufrí como usted, en propia persona, la privación del estudio por orden de una prelada muy santa de mi convento, que creyendo que labores de mujer no se amistan con los libros y son más bien cosas de Inquisición, exigió que de ellos me apartara presta, y obedecí. Luego, tal como ella exigió, no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios creó, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal.
Comprendo cuanta dificultad usted encuentra, vuestra pequeña merced, para seguir la senda del cultivo del conocimiento habiendo sido apartada de su escuela y de la compañía de sus compañeritas y profesores. Le admiro su determinación pertinaz por continuar a aprender en soledad pues yo sé cuan duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro. Todo este trabajo también sufría yo gustosa por amor de las letras. Tristemente, muy a pesar mío, incluso el estudio en soledad acabó también para mi siendo ya mujer grande. Luego de una vida dignísima y obediente (no lo digo yo, humildad faltaría, sino lo dicen mis biógrafos), compartida entre musas y poesía, fui apartada de libros, escritura y sabiduría hasta el fin de mis días terrenos. Suspicaces obispos y malquerientes hermanas del claustro nunca vieron con ojos muy santos mi cercanía al saber y pugnaron con razones poco razonables por mi alejamiento de aquel mundo que había nutrido mi imaginación y corazón sin quitar espacio ni hacer mella jamás en el amor por el Señor, el que profesé invariablemente con sentimiento sincero por toda mi existencia.
Pero me plazco en saber que usted y yo no estamos ni estuvimos jamás solas, pues muchas manos de tersísima piel de mujer, a través de la historia, han allanado con el azadón de su curiosidad el camino que hemos transitado nosotras mismas rumbo al saber sincero y la justa razón, miro al pasado y veo adorar por diosa de las ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer Júpiter y maestra de toda la sabiduría de Atenas. Veo una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una Cenobia, reina de los Palmirenos, tan sabia como valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima. A una Nicostrata, inventora de las letras latinas y eruditísimas en las griegas. A una Aspasia Milesia que enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipasia que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció. A una Jucia, a una Corina, a una Cornelia: y en fin, a toda la gran turba de las que merecieron nombres, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas: pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas de la antigüedad por tales. Podría extenderme y llenar la alba página de otros nombres de tan ilustres y doctas mujeres que han habitado el mundo hasta los días que a usted le han visto nacer. Todas estas, con su pasión por el saber y sus esfuerzos por alcanzar el conocimiento, dignifican, no sólo la femineidad, cosa nada desdeñable, sino la sabiduría toda.
Yo humildemente le saludo, vuestra pequeña merced, aplaudiendo su gallardía y animándola a proseguir la ardua travesía del aprender. No hay duda que duras y exigentes pruebas a usted la educación le ha impuesto, pero indudablemente muchas más regalías esta le depositará perennes. Le ofrezco como sencillo epílogo de este mensaje unos cuantos versos adaptados de un poema muy mío, escrito algunos siglos antes de que usted naciera, palabras que brotan como navaja filosa de letras ante quien contra nuestra apetencia de sapiencia se planta.
Dime vencedor Rapaz,
Vencido de mi constancia,
¿Qué ha sacado tu arrogancia
de alterar mi firme paz?
Que aunque de vencer capaz
Es la punta de tu arpón,
¿qué importa el tiro violento,
si a pesar del vencimiento
queda viva la razón? (…)
…Y así en vano intenta
Tu esfuerzo loco ofenderme:
Pues podré decir, al verme
Expirar sin entregarme,
Que conseguiste matarme
Mas no pudiste vencerme.
Dedicado a Malala Yousafzai y a otras pequeñas heroínas
*Textos e inspiración cogidos de las Cartas y los Poemas de amor de Sor Juana Inés de la Cruz