Mujeres maduras*
Por Santiago Gamboa
Tengo dos nobles amigos ya muy entrados en los cuarenta que viven hablando de sus amoríos con jovencitas veinteañeras: que no se les ve la celulitis por ningún lado, que la barriga es plana, que los botones del pecho apuntan al horizonte y tienen vista al mar, que las caras son perfectas y planchadas, que los traseros parecen esferas de suave y temblorosa carne, que las caderas están limpias de estrías, en fin; ambos trabajan en el mundo académico y por eso mantienen novias por debajo de la línea de sombra de los veintisiete, aunque con tendencia a la baja y preferencia por la cifra capicúa: veintidós añitos. Pero el efecto en ellos, abultados cuarentones, es patéticamente visible: dietas de las cuales emergen al borde de la bipolaridad, compra de aparatos deportivos, con especial atención al step y juegos de pesas, coleta al estilo Kung-Fu o Pequeño saltamontes, tatuajes simbólicos en zonas semipúblicas del cuerpo, candonga brasileña en la oreja, anillos con anagramas de Greenpeace o signos indo-budistas, camisas de cuadros o, si el físico lo permite, camisetas estampadas con frases del tipo: “Para tener lo que nunca has tenido tendrás que hacer lo que nunca has hecho”, clases de yoga con profesor privado nacido en Calcuta (Tolima), redescubrimiento del bluejean relaxed fit o incluso regreso nostálgico al bota tubo, entre otros esperpentos.
Sin embargo la dicha no es tanta, pues cada tanto, cuando vuelvo a verlos, aparecen las quejas. Yo les pregunto: ¿y qué pasó con… Vanessa?, ¿cómo es que se llamaba la última bomba sexy? No, me corrigen, era Jennifer. Y adquieren un tono sombrío: se acabó, me aburrí, sexualmente no decaímos pero el problema surgió al descubrir que no teníamos nada de qué hablar… Entonces les digo, sin ánimo de meter el dedo en la llaga, ¿y como de qué pretendían hablar con la escultural y “pixelada” Jennifer más allá de la curva trágica del tercer fin de semana? Precisamente ese era el problema. Satisfechos los apetitos, se daban cuenta de que Jennifer, que estudiaba segundo semestre de Comunicación Social, no había leído a Montaigne ni conocía el cine de Eric Rohmer y mucho menos la obra en verso de La Rochefoucauld. Ese era el punto. Lejos del delicioso lecho, ¿qué compartían? Momento en que mis amigotes las envían de vuelta a sus casas con promesas o evasivas: nos vemos el viernes próximo, o incluso el jueves, si no tienes clase de siete o no es el cumpleaños de tu papi, dios santo, ¿no tiene mi edad tu papi?
En el otro extremo, en cambio, está la hermosa, la increíble, la Súper Mami Máxima que es la mujer madura (favor no confundir con la cuchibarbie, que merece estudio a parte). Hace siete años publiqué un elogio a las mujeres de mi generación que se ha ido convirtiendo, a pesar de ciertas addendas anónimas algo cursis, en mi texto más leído, y por eso este escrito aspira a continuarlo, a seguir con ese noble canto, no moderato cantabile sino allegro vivace, que es la música que merecen estas fermosas, estrepitosas mujeres que entraron a los cuarenta y se los están gozando, que se instalan con donosura y elegancia en los cincuenta sin traumas porque es la edad sin edad, cuando ya no se buscan príncipes azules ni ocres ni color lavanda, sólo alguien con quien pasar algunos días y noches, cada semana, tipos que las acompañen a cine, las quieran y comprendan, que las hagan reír, importantísimo, y en lo posible que bailen bien, aunque no es obligatorio, y sobre todo que hayan tenido divorcios que respeten en lo esencial la Convención de Ginebra, sin demasiadas heridas o grietas en el espíritu. Lo demás sobra, dicen alegremente: tus rollos con Fukuyama y Hegel, tu teoría sobre el cosmos o el gasto conspicuo o las críticas a la razón pura, no me las cuentes, precioso, prefiero que cites a Sabina o a Charly García, mis gurús, prefiero que me hagas reír y me sirvas otro Martini bien seco; las mujeres maduras descansaron de teorías y ya no sueñan con ser felices sino que tratan efectivamente de serlo, un poco cada día. Estar a su lado es pasear con una roca lunar, un géiser de la Patagonia, un océano Pacífico. Son valientes y aguerridas. Son nuestras mejores defensoras cuando uno se encuentra con un viejo rival de colegio que ahora es pastor evangélico y busca adeptos o con un primo lejano que pertenece a un grupo a favor de la restitución del Imperio Inca; saben manejar cualquier situación, por angustiosa o estrafalaria que sea; saben, por ejemplo, qué hacer cuando uno se encuentra con un crítico literario en un ascensor y resulta que también va al piso 23; saben lidiar ex parejas, de ellas y de uno, y por si fuera poco saben qué se debe hacer para el lumbago y para que la próstata no te obligue a ir al baño cada quince minutos.
¡Son tan hermosas!
También saben hacer masajes calisténicos en la espalda por algún primer marido que sufría de escoliosis; son las mejores consejeras a la hora de hacer maleta y se acuerdan de mirar por Internet la temperatura del lugar al que uno va; saben cocinar platos exóticos pero también arroz con huevo frito, y todo les queda delicioso; y más aún: cuando el hijo de tu primera mujer llama desesperado por su adolescencia e inestabilidad es ella la que le presta el apartamento, la que pone en su bolsillo tres condones relaxed fit y un frasquito de pomada Tigre para que te untes donde sabemos y verás lo sabroso, la vas a chiflar con eso; la que le aconseja que mire cinco centímetros por encima de la cabeza de la jovencita hasta que enloquezca y te lo pida, ya verás el efecto; también la que termina haciéndose amiga de todos tus amigotes, incluso de los que andan con veinteañeras, y por supuesto acaba dándoles consejos: no la apabulles, no le hagas exámenes de nada, no dejes que te presente a sus papás y evade el tema de los hijos. Más bien pregúntale a qué ginecólogo va y qué toma. Y luego me cuentas.
Sexualmente son las más sabias, pues cuando uno está con ellas se beneficia de cerca de 30 años de experiencia; sus hermosos cuerpos, capitoneados por la vida, tienen señales humanas; demuestran que no han pasado el tiempo ante un espejo o colgadas de una vara en un gimnasio sino lo contrario, que han estado viviendo, que es para lo que la vida está hecha. A veces tienen senos reformados, lo que no les resta ninguna belleza. ¿No fue también reformada la Iglesia Católica con Lutero?, ¿no han sido reformadas la Muralla China, las pirámides de Egipto y el Palacio de Versalles? ¿por qué juzgarlas? En todos estos casos —ellas y la Iglesia y las pirámides— la reforma se hizo cuando fue considerada necesaria y tras profundos debates. Pero hay más cosas: las arrugas en torno a los ojos le dan profundidad a su mirada y las hace parecerse a churros del pasado reciente como Ali McGraw o Diane Keaton; la celulitis nos ilustra que son de este mundo y no imágenes de computador retocadas (¿“pixeladas”?) con photoshop. Por eso cuando uno las explora con afecto no hay nada más erótico, como un rayo en la espina dorsal, que encontrarse a mitad de camino —y por supuesto besar— la fina cicatriz de la cesárea, algo tan admirable y bello como las líneas de Nazca o el Camino del Inca (escribo esto sobrevolando el Perú), generalmente disimulada en el bosque de símbolos de un Monte de Venus no completamente deforestado.
Cambiando de ángulo, su mirada sensata y apacible nos embellece, nos hace mejores. No nos piden estómagos de chocolatina Jet ni tríceps tonificados, ni siquiera grandes proporciones antropomórficas; son comprensivas si el amor deja de ser eterno mientras dura dura —como dice el gran Jotamario— y al dormirse ovilladas uno puede hundir la cara en su aromático pelo, argentado por algunas canas que esplenden en medio de la noche como las vetas de una mina o la arena de las playas de Providencia cuando hay luna.
Son hermosas, son las más hermosas. Con ellas se puede hablar de absolutamente todo e incluso callar, estar en perfecto y armonioso silencio, que es el modo de comunicarse de los que se quieren y respetan, de los que se protegen. Cada mujer madura vale por cinco jovencitas díscolas y arrogantes, y todas lo saben. Lo saben también los hombres, que a los 28 ya empiezan a flirtear con féminas de cuarenta. Y qué bueno. La vida no debe pasar en vano para nadie pues, al final del camino, será La Pelona, como le dicen en México, la última hermosa mujer madura que habrá de arrullarnos en sus brazos.
* Texto originalmente publicado en la revista Soho de Colombia. Santiago Gamboa es escritor, filólogo, columnista, corresponsal y periodista colombiano. Reside actualmente en Roma.