Paseo por el antejardín del apocalipsis
Por Fray Draco
En un ejercicio un tanto masoquista y definitivamente aflictivo decido disponer de una mañana cualquiera de mis días volátiles para dar un largo paseo por algunas de las miserias y calamidades de este mundo que siempre generoso me hospeda. Ardua decisión, mil desdichas y cien desastres acechan detrás de cada esquina; agazapadas en los arbustos te asaltan de improviso, derramadas desde los arrabales te muerden el cuello, descolgadas desde los suntuosos palacios te roban la cartera.
No hace falta aplanar las montañas, sobrevolar los altiplanos o surfear los océanos completos hasta remontar la Finis Terrae para entornar los ojos con tristeza y desazón de frente a los infiernos de esta tierra. Devastación se acumula aquí y allá, tan lejos y tan cerca; ruina sobre ruina, mausoleo colosal. Se ensombrece mi alma al constatar cómo las bárbaras prácticas de nuestras ávidas existencias han ido deformando el paisaje prístino que alguna vez nos fue donado para cultivarlo y compartirlo entre todo animal. Y si no nos fue donado y sólo caímos aquí como meteoritos intrusos e indeseables pues tampoco estamos honorado la hospitalidad ofrecida saqueando las riquezas con voracidad y egoísmo.
Me rearmo de ilusión, machaco mis malos augurios de pájaro negro mientras cojo algunos poemas de don José Emilio Pacheco dispersos sobre la mesa antes de mi paseo, son la indispensable guía para viajeros en tierra apocalíptica.
Un paso fuera de mi refugio insuflo los pulmones para llenarles de vital aire fresco antes de lanzarme a la caminata, sin embargo, el humo infesto de los imperecederos hornos crematorios de las fábricas de cuello largo que devoran sin jamás saciarse millones de árboles vivos y hasta el carbón de sus huesos, me los llenan impúdicamente de muerte. En comparsa, el autobús y el automóvil, orgullosas máquinas de la impaciencia, gritando su pedorrea van humillando los caminos mientras expelen su asqueroso hedor de zorrillo metálico. Esos gases venenosos me corroen la carne. Alzo la cabeza buscando consolarme con el azul del cielo y le veo bizarramente arañado por líneas de humo tóxico que le dividen en trozos como un puzzle, humillando su esplendor. Los avioncitos aburridos van cercenando el firmamento con su combustible quemado. El aire entero es podredumbre me recuerda un poema. Y yo ingenuo creí que el Zyclon B y su amigo el Agente Naranja eran dos asesinos obsoletos y sin descendencia.
Me animo, allá veo gente reunida en la cima de un hermoso volcán inflamado como dragón, me encamino con renovada ilusión y quiero pronto alcanzarles. A pocos metros de la boca ardiente noto con tristeza que aquella montaña de proporciones bíblicas no tiene carne de tierra sino que es un monstruo de caucho mezclado en un guiso de variopinta basura. Su aureola de llama virulenta es un fuego perpetuo que no acaba jamás de devorar tanta bazofia. A su alrededor, famélicos niños giran como muertos, parecen sacerdotes del culto de la inmundicia y la miseria, se lanzan como hienas a la caza del mejor trozo de carroña.
Prefiero desviarme en mi camino y visitar los románticos bosques que faldean las montañas, esos que en los cuentos son enigmas encantados. Forestas donde otrora cantara Orfeo para sus animales y la primavera soñara sueños en noches de verano. Me gustaría encontrarme en un sendero con la inocencia de la princesa Papán, o quizás madurar el alma con el consejo de un sabio achachila; tal vez rimar una poesía apuntalado en el trino de un choroy y un tricahue, o mejor escalofriarme el espinazo con el chillido diabólico de un cadejo. Y era que llego con mi vida a cuestas y los sueños intactos para estrellarme en un vasto desierto de muerte, aridez pedregosa a cambio de fronda natural. Las máquinas devoradoras de árboles milenarios, que se ríen enseñando sus dientes afilados y brillantes, no han dejado ni un asfódelo que corone tan terrible geocidio.
En los grandes huecos perforados en el vientre de la tierra nigromantes insaciables mezclan sus demoníacas pócimas compuestas de hierro, zinc, cobre, mercurio, cianuro y la sangre de todos nuestros descendientes. De esas grandes cacerolas extraen el oro envenenado, su tesoro, el que tanto ambicionan y por el cual están dispuestos a fundir el mismo mundo junto a todos nosotros. ¡Ay, como duele el alma Pachamama! Arden los ojos cuando se mira al porvenir y esa llama que quema el horizonte también quema los ojos y hasta el mismo anhelar. Mejor sería poner rewind a la historia y vuelta a empezar. Mucho me temo que nada cambiaría.
Pongo pie en la orilla arenosa que custodia el aplauso de las olas y me siento grano del gran arenal. Deseo zambullirme y como un bote dejarme rascar la panza por la caricia del mar. Pero las palabras del profeta don José Emilio me retumban en el seso: “Zarpa y verás los grumos de petróleo que han empedrado sus senderos. La muerte viscosa cubre de oscuridad la vida, infama el vuelo de las aves, en su lobreguez corroe a los peces”.
-¿Cómo es posible que lo insondable, lo infinito y lo inmenso sean también absorbidos por la sed del pequeño y bastardo animal que se dice racional?- Le discuto entre indignado y ofendido al verso del poeta. -¿Es que no nota usted que aún vive la belleza de la espuma en una ola regurgitada de la entraña oceánica?
– Manchas pardas casi negruzcas y áisbergs de espuma sucia de los letales detergentes.- responde su palabra.
Con la ingenuidad del tonto adulto me ofendo y reclamo en nombre de la imperecedera prodigalidad del fértil mar. Golpe por respuesta del poeta: “Durante siglos pudimos injuriarle y saquear impunemente lo que sus olas resguardaban. Hoy al matarlo estamos muriendo. Cuando haya muerto el mar no tendremos oxígeno. El apocalipsis no bajará del cielo ni el mundo acabará con un sollozo. El infierno del mar se adueñará de nosotros y última ironía y regreso a las fuentes moriremos boqueando como peces fuera del agua.”
Cuando mis lágrimas han dejado de salar el mar decido salir y botarme como cangrejo en la playa. La profusa variedad de especies que descansa en torno a mi me anima a creer que aún una redención es posible. Pero son animales extraños los que pululan por aquí: Zapatillas deslenguadas con largos bigotes negros, tapas de wáteres blancas como almejas, brillantes latas de Pepsi y Cocacola de caparazón tan sólido como el de una tortuga, bolsas plásticas más sutiles que una medusa. Quizás deberé consolarme sólo con estas nuevas especies. Son fauna artificial de vida inmortal, estas sí que jamás desaparecerán.
Las ostras
Pasamos por el mundo sin darnos cuenta,
sin verlo,
como si no estuviera allí o no fuéramos parte
infinitesimal de todo esto.
No sabemos los nombres de las flores,
ignoramos los puntos cardinales
y las constelaciones que allá arriba
ven con pena o con burla lo que nos pasa.
Por esa misma causa nos reímos del arte
que no es a fin de cuentas sino atención enfocada.
No deseo ver el mundo, le contestamos.
Quiero gozar la vida son enterarme.
pasarla bien como la pasan las ostras,
antes de que las guarden en su sepulcro de hielo.
Poema de José Emilio Pacheco
Los poemas de José Emilio Pacheco citados en este escrito y otros que han servido de inspiración son: Las ostras, Lago Ontario, el pulpo, Por Vietnam, Infierno en el mar, Paseo de la Reforma y Orquídeas.
*Puedes encontrar más textos e Fray Draco en http://delnuevoextremo.wordpress.com/