EL TRABAJO DEL FUEGO, de Juan José Burzi
Por Juan José Burzi
Todo empezó con una escena que, recurrente, ganó el espacio del sueño: se veía en el taller, pintando frente al atril. Más allá, subida a la pequeña tarima, había una mujer desnuda. Por un breve lapso de tiempo el sueño se suspende en ese punto. Luego, con una rapidez espantosa, el cuerpo de ella muta; la piel se oscurece y cae de a jirones. En los lugares donde la piel marchita ya no está, se ve la carne estremecida, palpitante. Él sigue con su trabajo, no presta atención a lo que pasa.
Esa escena, que Mayer no llegaba a entender de dónde venía ni adónde lo llevaba, no varió nunca. A veces, apenas despierto, recordaba vivamente algunos pasajes del sueño; él visto de espaldas pintando, el cuerpo de la mujer deshaciéndose, la mujer aún intacta… y a veces recordaba todo a la perfección, como una secuencia irrevocable que quedaba trunca en el momento de pintar.
En diferentes etapas de su carrera había retratado a personas deformes y singulares. Sentía atracción por lo erróneo, por las equivocaciones de la naturaleza. Todo lo que no era aceptado por el gusto de los demás, era material de trabajo. Por eso, cuando dos meses después el sueño ya era obsesión, comprendió que no iba a tener más remedio que hacer algo.
No se detuvo hasta encontrar a la mujer adecuada para su nuevo proyecto: Misako, una modelo japonesa que en un incendio se había quemado la mitad del cuerpo.
Sabe que las manos son el punto de partida del primer cuadro. Le toma la izquierda, la que está inutilizada. Tiene los dedos índice y medio pegados entre sí, a causa de la carne fundida. El dedo meñique había desaparecido y, al igual que los dedos que están unidos, los otros dos se contraen hacia atrás en una tensión permanente. Esa mano es especial al tacto, como si careciera de poros. Vuelve a notar las partes donde la piel brilla con un tono más oscuro que en los sectores sanos. Las cicatrices se ramifican en un caos, estirando y contrayendo la piel en forma antojadiza.
Además de la mano, también tiene desfigurado gran parte del torso, la pierna y el brazo izquierdo. Sin ropa, evalúa mejor el estado de la pierna quemada. El pie se apoya de manera extraña, el dedo meñique parece enroscado hacia abajo por el calor.
Luego la mirada se enfoca en la cabeza. Una parte del cráneo está pelado. En otros sectores de la cara las cicatrices se entrechocan y se anudan como fibras nerviosas contraídas unas sobre otras, conformando una geografía grotesca. La comisura de la boca se tuerce hacia arriba. El ojo izquierdo parece a punto de caer, no tiene expresión, el párpado es una tela de piel arrugada y sin pestañas.
Es como un ángel visto desde el infierno.
Sin familia, recluido en su casa por propia decisión, a los setenta y cinco años convive con la única compañía de los trabajos que había decidido no vender: la pareja de enanos, los dos retratos de las siamesas adolescentes, los bocetos tomados en la morgue de lo que quedó de los cuerpos suicidas de la secta Solaris.
Los cuadros están colgados en una habitación especial, en la que el sol de la tarde ilumina las paredes y los entinta de una luz amarillenta, gastada. A él le gusta, cada tanto, sentarse en un rincón y observar las imperceptibles mutaciones que provoca esa luz sobre los lienzos.
El cuerpo desnudo sobre el blanco, despojado de cualquier elemento o matiz, se impone sobre la nada. Ese cuerpo en el centro es la unidad, el punto de partida y de llegada. Un resquicio por el que se puede entrever lo frágil y lo erróneo de años de concepciones estéticas. Y sobre ese cuerpo que nada oculta, se extienden, como huellas dejadas por algún dios descuidado, las llagas cicatrizadas y resecas.
Los ojos reflejan las luces de dos mundos diferentes. Las luces que alumbraban los días de los hombres, y las que, hasta ese momento, ningún hombre moderno había vislumbrado. Eran las mismas luces que padeció Medusa y que alguien se atrevió a mirar oblicuamente, porque mirarlas de frente significaba convertirse en piedra, en un estado de locura eterno y mudo.
Entre el pecho sano y el otro, morado y llagado, la mano incompleta y calcinada simula descansar, condenada a no hacerlo nunca.
Bajo el agua caliente de la ducha se pasa el jabón por el cuerpo. Cuando se inclina para enjabonarse la pierna izquierda ve una llaga que le cubre un costado de la tibia. Después de observarla con atención la toca y no le duele. Es una quemadura ya cicatrizada, una quemadura que nunca sufrió. El color parduzco y las irregularidades al tacto son iguales a las quemaduras que está pintando.
No hay más tristeza que la que se puede descubrir en un mediodía. Esa idea tan arbitraria es un motivo recurrente en sus cavilaciones. Un mediodía apagado, mudo y monótono, como los que había conocido en ese pueblo de provincia donde se crió. Y al que vuelve, al menos mentalmente, más de cincuenta años más tarde, viviendo en un caserón también apagado y monótono. Los ciclos de la existencia no dejan de ser poéticamente justos, piensa.
Mayer encara el segundo cuadro sin entablar ningún tipo de empatía con Misako. Siempre trabajó de esa manera. Las particularidades de las personas que retrataba le interesaban en la medida en que podía plasmarlas en el lienzo, nada más. Pero encuentra una dificultad. Cada vez que fija la vista en Misako, piensa en la marca que tiene en la pierna.
Misako nunca varía su actitud. Se conduce con una cuidadosa obediencia que Mayer no alcanza a discernir si es parte de la subordinación que se atribuye a las mujeres orientales o si, por el contrario, esa distancia y esa actitud sosegada no encierran una forma de ironía que él no comprende.
Inclusive, ese mutismo a veces le causa temor. Un sentimiento que había comenzado a surgir en las últimas noches, cuando examinaba su cuerpo y venía a la mente la imagen de Misako desnuda, el ojo sano, rasgado, y el otro, sin párpado, mirándolo fijamente.
Una tarde, cuando termina la sesión, Misako sale vestida detrás del biombo y se acerca al atril donde están las pinturas. Está atrapada en esos lienzos, en cuerpo y esencia. Esos retratos transmiten la misma potencia que tiene su cuerpo quemado. Se inclina un poco y él nota, por el movimiento casi invisible de las fosas nasales, que aspira el aroma de la pintura aún fresca. Después de unos segundos inclinada, va hasta el atril más alejado. Sin preguntar si lo puede hacer, pasa la mano sana sobre el lienzo, como un ciego leyendo Braile.
Las cicatrices habían tomado todo el brazo izquierdo. Había llevado un control más riguroso que al principio, especialmente cuando vio las primeras marcas en esa parte del cuerpo. En cuestión de días, sin que pase ni una semana desde que las descubriera, las marcas cedieron su lugar a las primeras cicatrices de ese fuego impasible que lo consumía por dentro. Parecía que la mutación se aceleraba.
Mayer también descubrió un dolor sordo en la pierna cicatrizada. En la última sesión había empezado a sentirlo en el brazo. A pesar del descubrimiento, se negó a llamar al médico o a trabajar menos.
No llamó al médico porque presentía la falta de respuestas que le podía dar la ciencia. Las similitudes con la modelo llegaron a tal punto que él también empezó a caminar con una pequeña dificultad para apoyar el pie izquierdo. La última vez que se miró el pie, advirtió que el dedo meñique se torcía como el casco de un caracol. ¿Qué podía decirle un médico ante esas coincidencias?
Mayer decide cubrir la mano con vendas después de notar la forma en que lo miró la cajera del supermercado. La mirada se clavó en la piel reseca y arruinada de la mano. Después, mientras le pagaba, sintió que miraba las manchas que ya estaban apareciendo en el cuello y en parte de la cara. Cuando las cicatrices surgieran ahí, no iba a poder hacer nada por ocultarlas.
Misako no le pregunta nada acerca de su mano. Sí le parece que, al igual que la cajera, se detiene en las marcas de la cara. Mayer se miró al espejo por última vez la noche anterior. Se pregunta, mientras la sigue hasta el taller, si las cicatrices ya habrán comenzado a aparecer.
Caminando detrás de Misako, también nota algo que lo perturba; renguea más que ella. La modelo mantiene la irregularidad discreta que siempre le notó, pero el paso de él es más marcado. Con eso confirma algo: las cicatrices son idénticas a las de la Misako en su forma externa, pero por alguna razón que ignora, en él tienen otro tipo de efecto. Probar eso es muy fácil; Misako puede permanecer quieta en una posición durante más de una hora, haciendo breves estiramientos cada tanto. Él es incapaz de soportar una hora en pie.
Una noche se siente atacado por una punzada aguda y constante en la pierna. Se apoya en la pared pero no evita la caída.
Trata de pararse varias veces, las últimas ya sin esperanza. Queda en el piso, semi recostado, esperando recuperar fuerza. La pierna izquierda no le responde, parece dormida.
En esa posición aprecia como la luz de la luna se filtra por las claraboyas.
También se pregunta acerca de Misako. Quién es realmente. Qué espera con ese trabajo.
Por la noche, apoyado en la muleta sin la cual ya no puede moverse, Mayer va al baño. Cuando pasa frente al espejo no resiste la tentación de mirarse aunque fuera de reojo. Lo que ve lo deja como petrificado, en equilibrio y agarrado de la muleta por un lado y de la pileta por el otro. Esperaba, en el peor de los casos, verse con las mismas cicatrices de Misako, pero ve que en él invaden más terreno. Todo el mentón está cubierto de ellas y ese sector carece de la barba de semanas que sí tiene en el resto de la cara. Lo mismo sucede con el sector izquierdo y medio de la cabeza. El pelo canoso se mantiene solamente en la parte derecha del cuero cabelludo. El labio, totalmente ennegrecido, está torcido en una mueca amarga.
En algún momento de los días que siguieron al inicio del cuarto retrato, Mayer pierde la fuerza en la pierna derecha y depende pura y exclusivamente de las dos muletas para trasladarse. Este nuevo estado no produce ninguna reacción en Misako, de la misma manera en que no se produjo cuando vio que usaba la primera muleta o cuando vio las cicatrices.
Otro cambio que sufre en esos días es la aparición de las manchas moradas en la mano derecha, la que usa para pintar. De a momentos, el pulso le tiembla y no lo puede controlar. Ese descubrimiento lo desespera, así como también el hecho de tener dificultades en la vista. Ve todo a través de una neblina insidiosa y duda de los colores que elige.
Por eso, teniendo en cuenta el escaso tiempo que media entre la aparición de las manchas y los efectos de las quemaduras, decide volver a trabajar en períodos de entre dos y tres horas. Cuando el agotamiento lo obliga a detenerse, con un gesto indica a Misako que puede descansar, y él se queda en su silla, inclinado, mirando la nada, como deseando penetrar la neblina que se interpone entre la modelo y él. Misako, por su parte, no descansa, tal vez ayudada por la posición que ha elegido o tal vez como forma de mostrar su determinación en que finalice con los retratos.
A punto de terminar el cuarto retrato, pasa lo que él tanto teme: mientras está pintando un dolor feroz le arrastra la mano derecha hacia abajo, haciéndolo trazar una línea marrón sobre lo que ya tiene pintado, un poco más de la mitad del cuerpo. Suelta el pincel y agita la mano como si haciendo eso pudiera expulsar el mal que lo está invadiendo. Falta muy poco y la mano se contrae lentamente, tomando la forma de una garra invertida. Las cicatrices se aplastan sobre los tendones. Se pregunta en qué momento habrán aparecido.
Queda vencido, encorvado sobre su regazo como si deseara fundirse en sí mismo.
Mayer no tiene idea de cómo hacer para agarrar los pinceles. Los dedos de la mano derecha están torcidos y tiesos, recubiertos de cicatrices.
Misako lo endereza frente a la cuarta pintura, que Mayer apenas distingue, con la vista cada vez más nublada. Pone un pincel sobre la mano de Mayer y lo sujeta con cinta aisladora. Él, entre las sombras de los ojos, percibe el gesto concentrado en su cara.
Ella sube a la tarima y adopta la pose que había elegido días atrás. Mayer apenas puede divisarla, su vista está peor de lo que cree. Sin decir nada, y teniendo como guía lo que recuerda de las sesiones anteriores, retoma la pintura.
Por costumbre, a pesar de estar prácticamente ciego, gira levemente la cabeza hacia donde Misako está recostada. La piel de Misako ejerce la misma atracción que cuando la vio por primera vez. Y así continúa trabajando, durante más de una hora, hasta que en un momento se detiene. Sabe que terminó.
Deja caer el brazo sobre las piernas. Exhausto por el dolor, el sufrimiento que tuvo que pasar por alto en esa última sesión lo acaricia a lo largo de todo el cuerpo. Mayer grita una vez, es un grito roto y resignado. Enseguida percibe la presencia de Misako a su lado. Ella no dice nada. Él oye movimientos cercanos. Ella está corriendo cosas. También nota que pasa a su lado y que hace algo con el atril. Cuando escucha cómo se aleja el sonido de los pies descalzos, estira, en un último esfuerzo, el brazo. Donde debe estar el lienzo no hay nada. Ella se está llevando los retratos.
En un momento la puerta del taller se cierra y se imagina abandonado a su suerte, muriendo solo y acosado por la oscuridad. No tiene miedo y aún antes de escuchar cómo la puerta se abre de nuevo, sabe que Misako no lo va a dejar. Ella está otra vez a su lado y continúa moviendo cosas con cierto descuido. Los ruidos se centran a su alrededor. Mayer deduce que lo está rodeando de objetos.
Cuando finalizan los ruidos, ella le apoya una mano sobre el hombro y entonces, por ese gesto tan simple y desprovisto de grandilocuencia, Mayer percibe que las pinturas están a salvo, aisladas de todo en la parte delantera de la casa.
El jadeo de las llamas se mezcla con los olores fuertes de los tarros de pintura quemándose. La mano de Misako no se separa de su hombro en ningún momento.
Mayer perfora la oscuridad de los ojos sólo por unos segundos, los necesarios para ver las paredes de fuego que los rodean y para descubrir en las llamas una dulzura que jamás hubiera imaginado.