Mundo Shakespeare … o de la Omnipresencia de los Clásicos
Por Carlos Fonseca Suárez
A los veinte años, en un arrebato insensato y juvenil, me prometí nunca leer a Shakespeare. Me abrumaba la canonización absoluta, a mi entender estéril y poco productiva, que la academia le daba al escritor inglés. Había llegado a los veinte sin leerlo y eso me concedía una ventaja pocas veces vista. Así que me prometí no leer al clásico inglés y de alguna manera lo logré, o por lo menos, creí lograrlo. Me pasé todo el bachillerato regodeándome de ser el único aspirante a escritor que no había leído a Shakespeare. Escogía los cursos para evitarlo, o bien faltaba a clase el día que se leería alguna de sus piezas teatrales, todo con el simple fin de evitar encontrarme frente a las palabras del maestro. Lo mío, me gustaba decir, iba por otra parte: en vez de Shakespeare leería, por ejemplo, a Cervantes. Sentí pues como una traición el día que, impactado por el título de una de las novelas de Javier Marías, me encontré frente a las palabras del hombre que había jurado ignorar. El título de aquella novela, Mañana en la Batalla Piensa en Mí, me había parecido maravilloso y no había tardado en comentárselo a un amigo, quien un poco avergonzado por mi desliz me había explicado que se trataba de un fragmento de Richard III. Terriblemente constaté, dos semanas más tarde, que ese otro título del propio Marías, que me parecía igualmente formidable – Corazón tan Blanco – le pertenecía también a Shakespeare. El imperio imprevisto no terminaba allí: ese mismo año descubrí que detrás de ese otro título magnífico de Faulkner – El Sonido y la Furia – se hallaba nuevamente el maestro inglés.
No dejé, sin embargo, que aquellas pequeñas vergüenzas aminoraran mi proyecto anticanónico. Me tranquilicé diciendo que si mi lectura proseguía a base de títulos, sería tan pausada y larga que acabaría por disolverse en una biblioteca de frases inconexas. Puedo decir que llegué a graduarme sintiendo que todavía me mantenía lejano al mundo de aquel hombre al que sentía distante e incomprensible. Poco a poco, sin embargo, el Bardo de Avon planificaba su invisible y juguetón asedio a aquella fortaleza falsa y pretenciosa.
Comprendí que mi empresa sería más difícil de lo que hasta entonces había imaginado la tarde en la que me descubrí habiendo leído, por pura curiosidad y con admiración, un epígrafe firmado por el mismísimo Shakespeare. Se trataba de aquel epígrafe que Borges coloca en el comienzo de El Aleph, en el que un hipotético habitante de una nuez se imagina dueño del universo. Impresionado, a sabiendas de que había leído aquel cuento en un sinnúmero de ocasiones, reconociendo el epígrafe que ahora, sin embargo, le pertenecía a Shakespeare, sentí que el inglés me robaba el mundo con una sutileza increíble, frase por frase, título por título, epígrafe por epígrafe. El bardo de Avon me empezaba a ganar la carrera a pasos agigantado, recortando aquel mundo que yo creía mío y marcándolo por todas partes con toques temiblemente suyos. Sin declararme derrotado pero a sabiendas de que el juego había cambiado, proseguí con mi testarudo proyecto solo para encontrar que sus palabras aparecían por todas partes: en giros conversacionales, en tarjetas de enamorados, en el taxi y hasta convertidas en películas modernas.
Tardé tal vez demasiado tiempo, pero finalmente, la tarde en que me enteré de que el apodo del tan querido Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, venía del diminutivo hispanizado de Shakespeare, comprendí que la derrota venía cantada desde un inicio. Aquella sutil omnipresencia a través de la cual el bardo inglés aparecía por todas partes, hasta disfrazo del Chavo del Ocho, era el verdadero modo de estar de los clásicos. Ser un clásico significaba eso: estar presente como ruido de fondo aún antes de la lectura, ser capaz de generar interpretaciones aún antes de ser leído. Ser un clásico significaba construir un mundo a imagen y semejanza de algo tan frágil como un libro. Quien ha visitado Estambul habrá conocido una sensación similar. En el caso de aquella ciudad prodigiosa, en el principio solo está la palabra de Alá: un enunciado sagrado que por ende se pierde entre los vericuetos de una caligrafía ágil y ligera como una pluma. Quien camina por aquella ciudad comprende que escapar la palabra del Dios es un proyecto imposible, pues los trazos de la caligrafía sagrada parecen esparcirse sobre una ciudad que parece haber sido trazada por la pluma de su más insigne calígrafo. Pretender escapar de un clásico es tan fútil e inocente como intentar escapar del verbo divino en la ciudad sagrada.
Nuestro mundo es un mundo Shakespeare, tal y como es un mundo Cervantes, un mundo Borges, un mundo Dostoievski, aún cuando a veces creamos no saber qué pudiese significar eso. A los clásicos no se les puede evitar, pues desde un principio, estamos siempre habitándolos. Nuestra sociedad ha reemplazado los textos sagrados por esas obras de dioses menores, empeñadas en regalarnos mundos posibles. Ahora, consciente de mi ingenuidad inicial, temo leer a Shakespeare por otra razón: ya no el simple orgullo de el joven rebelde, sino la seguridad de que el día que lo lea, comprenderé que ni siquiera mis propios textos escapan a esta lógica del plagio. El mundo copia a Shakespeare y esa condena está escrita por todas partes. Tal vez para ignorar la evidencia abrumadora, o para creerla al menos explicable, es por ello que decidí mudarme a Londres. Pero ni eso: basta tomarse dos pintas de cerveza en un pub cercano, para ver al bardo reír por todas partes