UNA ONTOLOGÍA DE FRUTAS CUBANAS
UNA ONTOLOGÍA DE FRUTAS CUBANAS[1]
Por Ángeles Mateo del Pino
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
A MODO DE APERITIVO
Para ir entrando en materia gastronómica proponemos, en primer lugar, pensar en una comida criolla cubana, una especie de “gossá familia”[2], que diría Lezama Lima. El menú sería el siguiente: de primero, ajiaco de tierra-adentro. De segundo tasajo ahumado, tojositas a la minuta y quimbombó, acompañado de casabe, atol de sagú, fufú y malanga. De postre una palanqueta de Santi-Spíritu, majarete o cusube y para terminar una corona de frutas en la que no falte anón, caimito, guanábana, mamey o zapote. De bebida sambumbia[3].
Pudiera ocurrir que ante tanta diversidad y especificidad culinaria aquellos no familiarizados con la cocina caribeña no sabrían a ciencia cierta qué es lo que iban a comer. Y, seguramente pudieran experimentar la misma desazón que aquellos navegantes ideados por la escritora argentina Ana María Shúa (1996: 50):
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio. (Shua 1996: 50)
Desde luego que si nos fuéramos a pique, en materia más que acuosa nutritiva, necesitaríamos algo más que un diccionario, acaso deberíamos solicitar El sabor de la eñe. Glosario de gastronomía y literatura, editado recientemente por el Instituto Cervantes (2011). Carmen Cafarrell Serra —Directora del Instituto Cervantes (2007-2012)— subraya en la presentación que hace de dicha obra que ésta pretende “escenificar la palpitación y la vitalidad de ese encuentro entre las palabras y la comida […] un glosario que recoge términos básicos de gastronomía acompañado, además, de pequeños bocados literarios y, como complemento ideal, un recetario que nos acerca a los fogones y hábitos alimenticios de diversos países” (2011: 11). Con este principio, el de aunar el alimento para el cuerpo —comida— y para el espíritu —palabras— nos planteamos un viaje a la cocina cubana a partir de los sabores que conserva la tradición literaria, lo que no es más que una forma de conocer su cultura alimentaria, entendiendo por tal “el conjunto de representaciones, de creencias, conocimientos y de prácticas heredadas y/o aprendidas que están asociadas a la alimentación y que son compartidas por los individuos […] [o] un grupo social determinado dentro de una cultura” (Contreras Hernández y Gracia Arnáiz 2005: 37). Así, este nomos cubano, en cuanto leyes o hábitos alimenticios, nos instala de lleno en la especificidad de una naturaleza y un paisaje insular. Y ya se sabe, lo afirmaba Antonio Benítez Rojo (1998: 17), “la naturaleza puede producir una figura tan compleja e intensa como la que capta el ojo humano al mirar un estremecido colibrí bebiendo de una flor”. Lezama Lima con anterioridad había dicho que eran precisamente las frutas del trópico las que presagian “las conversaciones del hylam-hylam con el colibrí” (1992 [1959]: 143)[4].
Naturaleza y tradición que, como recuerda el investigador Javier Navascués, ha dado lugar a un pensamiento nacionalista que establece que la identidad de los pueblos se conforma por una serie de rasgos diferenciadores, sean éstos raza, religión, lengua, geografía… De esta forma se dice que las comunidades guardan una estrecha relación con el medio que las acoge. De un lado, ellas han dotado a la Naturaleza durante siglos de una imagen particular mediante el cultivo de los campos y la ampliación de los espacios urbanos; de otro, la naturaleza influye en la configuración de los caracteres específicos mediante la acción climática o la alimentación. De ahí que en la invención de las nacionalidades algunos de los elementos distintivos hayan sido los productos alimenticios y la cocina, esta última “manipulación humana de una materia prima que se ve como singular” (Navascués 2005: 191). Para refrendar esta idea, el crítico antes mencionado, trae a colación una imagen del polígrafo mexicano Alfonso Reyes, para quien la cocina era una de las cosas más características de su tierra, “junto a la arquitectura colonial, la pintura, la alfarería, y las pequeñas industrias del cuero, de la pluma, de la plata y el oro” (Reyes 1991: 365). Y, por lo mismo, refiriéndose a la tradición culinaria argentina, recuerda que el escritor Leopoldo Marechal, en su “Introito” a Megafón, o la guerra, ante una mesa de comedor llena de aceitunas de Cuyo, nueces de La Rioja, salmones de Tandil, quesos de Chubut, maníes de Corrientes, almejas de Mar del Plata, cholgas de Tierra del Fuego… hace exclamar al poeta: “Un mapa gastronómico de la República”. Y ante la solicitud por parte de Megafón de que éste le hiciese un resumen de su vida en los doce últimos meses, el poeta responde: “¿era lógico hacerme una invitación inquietante y promover antes mis ojos toda una ontología de frutas, para concluir luego con un insulso reclamo de la urbanidad?” (Marechal 1999 [1970]: 6. La cursiva es nuestra).
Valga esta imagen “ontología de frutas”[5] —de la que igualmente nos hemos servido para dar título a nuestro trabajo— para hacer referencia a la tradición gastronómico-literaria de Cuba, pues podemos aseverar que una parte de la metafísica del ser cubano se podría explicar a partir de las supuestas propiedades trascendentales de las frutas[6]. Lezama Lima afirmará que éstas dan al cubano una “plenitud más misteriosa que la imagen en el camino del espejo” (1992: 143). Al menos esto es lo que se desprende del recorrido que haremos por la literatura insular hasta mediados del siglo XX. La Revolución trajo aparejada, progresivamente, lo que he dado en llamar una desfrutalización de la vida y, por ende, de la creación literaria. Como veremos, la escritura, sobre todo en prosa, que se gesta alrededor del “período especial en tiempo de paz” (denominación eufemística para aludir a la gravedad de la crisis) y cuya fase se inicia oficialmente el 29 de agosto de 1990, aunque en realidad se había comenzado a sentir mucho antes, insistentemente desde fines de 1989 (Fornés-Bonavía Dolz 2003: 281-284), no hace más que retomar un imaginario gastronómico cubano a partir de la literaturización que de él se ha hecho. Canon culinario que la producción literaria de los años noventa no hace más que evocar y revocar —en el sentido de volver a llamar, de hacer presente—. Escritura hambrienta que busca saciarse con los alimentos de otros.
Si como dice Ponte “alimentarse es tratar con otros cuerpos, que el deseo es comezón y sólo encuentra alivio para recrudecerse, que amar es devorar”, y más adelante añade que “empezamos a comer por todo el cuerpo, a lo largo de toda la memoria” (2001: 55), ¿qué podemos decir del acto de escribir, donde hambre, deseo y memoria se conjugan? Julia Kristeva había hablado ya de la “devoración del lenguaje” y en ese sentido apuntaba que cuando la boca se llena de palabras ante la ausencia de algo, “elaboro esta falta, diciendo” (Kristeva 2004 [1980]: 58). La encargada de representar esa falta es la metáfora, que se construye bajo el efecto de una instancia simbolizante (Kristeva 2004 [1980]: 51). Así, del decir pasamos al acto de escribir, de nuevo anota Kristeva: “El escritor adulto […] no cesa de volver sobre los mecanismos de la simbolización, en el lenguaje mismo, para encontrar en esta operación de eterno retorno, y no en el objeto que designa o produce, el vaciamiento de la angustia ante…. nada” (Kristeva 2004 [1980]: 51). En la misma línea dirá Ponte que “la desesperación hace que se multipliquen las metáforas” (Ponte 2001: 67). Es esta una alegoría de lo que no se tiene en la mesa, pero de lo que sí se posee en la tradición. Una remembranza ancestral, que va más allá del recuerdo de lo comido y bebido, que remite a los sabores y saberes de otros y que, en definitiva, tiene que ver con una identidad, la cubana, que sobrevive en período especial. La historia ya recurrente, pues forma parte del anecdotario cubano de principios de los años noventa, refiere que muchos compradores del mercado negro en La Habana comieron sin saberlo frazadas de piso como si fueran bistec, que las amas de casa conseguían carnes de res con las cáscaras de toronja o picadillo con la piel del plátano (Ponte 2001: 67; Chaviano 1998: 97-103). De esta manera, el apetito se sacia con metáforas y al hacerlo deviene nostalgia culinaria:
Las comidas sustitutivas no sólo pretenden pasar por más nobles, procuran ir más allá. Hablan del buen tiempo pasado, de hermosos días idos y establecen una relación entre ese ayer y hoy. En un momento en el que peligran todas las identidades, esto parece quedar claro: somos los mismos de antes, persistimos aún gracias a viejos hábitos. Lo que ningún estado, por policial que sea, logra llevar a esquema de identificación, lo que no cabría en un expediente, el gusto, un montón de simpatías y rechazos, nos hace iguales a quienes fuimos en mejores tiempos. Y algo, sospechosamente la identidad que creemos ser por encima de cualquier circunstancia, sobrevuela, no se conforma con ayer y hoy. Porque metáfora es relación, el arco que viaja de A a B, nunca A ni B por separado. (Ponte 2001: 68)
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[1] Ángeles Mateo del Pino, “Una ontología de frutas cubanas”, en Comidas bastardas. Gastronomía, Tradición e Identidad en América Latina. Edición, introducción y bibliografía a cargo de Ángeles Mateo del Pino y de Nieves Pascual. Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2013, págs. 191-232. ISBN: 978-956-260-641-7.
[2] Lezama Lima emplea esta expresión en Paradiso. Según Eloísa Lezama Lima sólo se usaba para indicar comilonas exclusivamente con miembros de la familia (1984: 124). Montesinos Larrosa y Vázquez Gálvez (2010: 51) refieren que “la conexión más visible de esta fiesta con la tradición rural cubana, desde la perspectiva de la antropología cultural, es la convocatoria que persiste en muchas familias para reunirse cualquier día «sin día, sin santo ni señal» —tal y como recoge Lezama Lima (1984: 125)—, sólo por la complacencia de reunirse, por llevar a feliz término una gozada entre consanguíneos y amigos: una gozadera, un guateque, con amoríos y líquidos espirituosos”.
[3] Nos hemos inspirados en la obra El cocinero de los enfermos, convalecientes y desganados. Manual de cocina cubana (1996 [1862]).
[4] En “Imagen de América Latina” (1972) el escritor cubano retoma esta imago del hylam-hylam como distingo americano: “lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el señorío barroco, la rebelión del romanticismo. […] El cronista de Indias trae sus imágenes ya hechas y el nuevo paisaje se las resquebraja. El señor barroco comienza su retorcimiento y rubrillos anclados en los fabularios y los mitos grecolatinos, pero muy pronto la incorporación de los elementos fitomorfos y zoomorfos que están en su acecho, lagartos, colibríes, coyotes, ombú, ceiba, hylam-hylam, crean nuevos fabularios que le otorgan una nueva gravitación a su obra” (1986 [1972]: 467). Anteriormente, en Tratados de La Habana —“LIII”— (1958), ya había hecho uso de esta misma referencia: “En el trópico, la sombra del hylam perfuma el sueño, favorece las evaporaciones del cuerpo dentro de ese ensueño de oculta maravilla” (1977 [1958]: 660-661).
[5] Ontología (Del gr. Ȍν, Ȍντος, el ser, y λóγος ciencia, estudio, teoría). Según Ferrater Mora, ontología —a diferencia de, e incluso en oposición a, metafísica— se usa para designar toda investigación relativa a los modos generales de entender el mundo, esto es, las realidades de este mundo (1991: 2426).
[6] En este punto queremos conectar esta ontología de frutas con aquellos alimentos atávicos “buenos, limpios y justos”, por los que ha abogado en los últimos años Carlo Petrini, fundador del movimiento Slow Food, en oposición al Fast Food. En el primer número del Almanaque Slow Food (2008), Petrini dirá lo siguiente: “El alimento, respetuoso con las memorias, las culturas, las personas y el planeta en que vivimos, es un elemento ancestral, una parte sagrada de nuestra existencia que entrelaza nuestros vivires con los de la naturaleza, una manera para expresarse y conocerse respetuosamente” (2008: 7). Consideramos que en la fruta se conjugan estos aspectos: naturaleza, memoria, cultura.
Fotografía de Carmen Pascual: para conocer más acerca de Carmen y de su trabajo, visita: http://carmenpascualsoler.com